Vivimos tiempos convulsos en los que la polarización está acabando con los puentes que tradicionalmente servían de conexión entre los individuos que constituyen una sociedad. El sentido colectivo operaba por encima de las ideas y las ideologías individuales, y aunque estas pertenecen legítimamente a la naturaleza humana, no operaban como factor de bloqueo o distorsión, sino como garantía de rica diversidad. No estoy segura de que eso siga siendo así; lo vemos a diario en nuestra clase política, incapaz de alcanzar grandes consensos que beneficien a la ciudadanía, y lo vemos también a otra escala en nuestros pueblos y ciudades, donde el interés general se pierde en la retórica de los debates interminables y, por lo tanto, estériles.
Estamos en el centro de una gran encrucijada sin saber bien hacia dónde nos dirigimos; solo tenemos certezas sobre lo que hemos dejado atrás. Y esto nos conduce a la melancolía y a cierta parálisis que se manifiesta de muchas maneras. Rencor hacia un presente que no acabamos ni de entender ni de aceptar, nostalgia por los años pasados, temor por un futuro que no distinguimos, pereza ante la envergadura de los cambios que tenemos que afrontar y desasosiego por la rapidez con la que evoluciona el mundo y nuestros negocios.
Estoy convencida de que parte de ese trémulo caminar hacia el futuro será menos hostil si lo hacemos en compañía, no en soledad. Como decía recientemente la reputada publicista Silvia Pérez, “el asociacionismo es la única manera de lograr cambios permanentes” y también de que estos cambios sean sólidos, duraderos y beneficiosos para el interés colectivo. En un mundo cada vez más globalizado, los grandes serán más grandes y los pequeños se harán más pequeños en la misma proporción, limitando el terreno de juego a espacios irrelevantes, invisibles. Solo podremos ocupar más territorio si crecemos; es decir, si nos unimos y trabajamos juntos.
Vengo observando desde hace tiempo que esa incertidumbre hacia el futuro de la que hablamos suele mudarse en cierto cinismo, en lugar de servir de estímulo para explorar nuevos caminos, plantear nuevos proyectos, revisar con honestidad nuestros modelos de negocio y evolucionar de acuerdo con lo que el mercado nos demanda a los empresarios. En este mismo número de Jacetania AHORA el consultor, conferenciante, formador y autor oscense, Sergio Bernués, afirma en una entrevista que “una empresa necesita cambiar en el momento que no aprende tan rápido como el entorno que la envuelve”. Y esto supone que nos tenemos que adaptar constantemente a los hábitos de los consumidores”.
¿Pero cómo lo hacemos? ¿Cómo conciliamos las exigencias cotidianas de nuestras pequeñas empresas con el hercúleo esfuerzo de reinventarnos o, simplemente, de auditarnos? ¿De dónde sacamos el tiempo, la energía y el conocimiento para determinar hacia dónde tenemos que enfocar nuestros negocios? ¿Qué conocimientos tenemos que adquirir? ¿A qué puertas tenemos que llamar? ¿Quién nos puede asesorar? ¿Y quién también nos puede manipular?
La soledad en la que en muchas ocasiones gestionamos nuestros negocios es nuestro peor enemigo, pero no lo sabemos porque nos hemos acostumbrado a ella en la misma medida en que hemos asimilado a lo largo de los años otros hábitos y costumbres. Forma parte del paisaje de nuestra vida y de nuestros establecimientos, como si fuera otra estantería. En consecuencia, perdemos perspectiva y también capacidad para actualizarnos y hacer análisis más contrastados sobre la realidad que vivimos, la economía, el mercado laboral o las normativas que regulan nuestros sectores de negocio.
La única manera de romper con esa inercia, o la más eficaz, cercana y accesible, es compartir nuestras inquietudes y experiencias con otros. Fomentar un sentimiento colectivo, que es especialmente posible en lugares pequeños como Jaca y los municipios de la comarca, en los que el trato personal, la cercanía y la confianza tejen redes sociales mucho más fuertes y resistentes. El asociacionismo, el sentido de pertenencia a un colectivo no solo es una herramienta de refuerzo social sino una manera de vivir, de entender la importancia de la comunidad para construir de manera consciente un futuro mejor.
Somos vecinos, vivimos en el mismo espacio, compartimos la misma educación sentimental y emocional, la misma memoria colectiva, nos afectan generalmente como ciudadanos los mismos problemas, convivimos en las calles y terrazas, vibramos en nuestras celebraciones y tenemos un sentimiento común de orgullo por lo propio del que hacemos gala siempre que visitamos otros lugares. ¿Por qué no convertimos todo este caudal en una energía transformadora que nos prepare mejor para el futuro? ¿Por qué no trabajamos juntos? ¿Por qué no nos asociamos?
Miriam Bandrés. Presidenta de ACOMSEJA